Oda a mi tierra del sur

¡Inmemorial visita de los siglos
sobre ti, Santa Cruz, nuestra y amada:

Navegantes del viento, los centauros
dibujaron la cuña americana
y fuiste como un pie de arena y luna
un bastión secular, una campana
redoblando en el frío
en el silencio
de la enorme Argentina desplegada.

Nombrarte, Santa Cruz, es decir viento,
es hablar de tehuelches que se fueron.
Es decir de la entraña petrolera
y latir de los duendes carboneros.
Nombrar a Santa Cruz, nombrar la lucha
de estoicos navegantes y pioneros,
hablar de las montañas catedrales
y de largos y viejos ventisqueros.

El beso elemental del aguamadre
discurriendo en tu mapa color tiempo
nos habla de la vida y de la muerte
de la savia dormida en el invierno.
Una proa quebrada, un mástil roto
(tal vez la empuñadura de algún remo)
zarpazo madrugada de los pumas
mapamundi del cóndor solitario
y la sangre frutal del calafate
te nombran, Santa Cruz, en lo senderos
que transitó el tehuelche silencioso
con su silencio triste y agorero
sin saber, Santa Cruz, que eras su tierra
y que estaba signado el derrotero.

Y Santa Cruz austral, tierra lejana
fuiste también olvido, cárcel, muerte,
porque la tierra brava no perdona
al que equivoca el rumbo de la suerte.
Y llegó la conquista, el alambrado,
el balido extranjero de la oveja,
los hombres de a caballo, la carreta,
el camión, los vapores, y no deja
de ser tu territorio una conquista
una lucha tenaz que nos aleja
del oscuro principio en las edades
y fuiste Santa Cruz, y para siempre
la tierra promisoria que festeja
el encuentro total con el destino
embriagando con luna este camino
este aluvión de vida que no ceja.

Un riesgo fantasmal de azufre y humo
cayó alguna vez sobre tu espalda
y erguidas araucarias se postraron
para asombro futuro de tu gente.

El mar austral viene mordiendo
la falda inacabable de tu costa
y esquirlas de los vientos, las gaviotas
son puntos suspensivos en tu cielo...
Santa Cruz, aquí estás, torre en el viento
sepulcro y cañadón, bosque y arroyo,
un yunque milenario de gigantes
el pedestal fornido de la Patria
abrevando en el mar embravecido
en la punta final del viejo mapa.

Nombrarte Santa Cruz es gritar ¡vida!
ganada palmo a palmo con la muerte.
Es recordar hazañas en silencio
de Munster, Piedrabuena, de Moreno...
Y es olvidar tal vez, y sin quererlo
otros nombres de hombres que se fueron.
Nombrarte Santa Cruz, es clarinada
des esperanza fundada en tu destino
sabiendo y conociendo de tu fuerza
de tu arsenal abierto a lo argentino,
de tu brazo fraterno al extranjero
de tu rostro curtido de ovejero
de tu canto frutal, puro y latino.

Tu tierra Magallanes ha pisado
y San Julián fue parte de la historia...
En los siglos pasado ya la gloria
golpeaba la meseta gris del tiempo
y esa bandera brusca de tu vientio
saluda por igual, rudo y genuino,
al extranjero audaz y al argentino
que busca en tu extensión virgen y muda
tal vez en soledad y lucha dura
el por qué de la vida y de la muerte,
el desafío bravo con la suerte
o un calafate azul por sepultura.

Como un mudo testigo de la historia
el Chaltén al oeste se perfila
madrugando en los siglos repetidos
con el pecho de roja nervadura.
Y te ve, Santa Cruz, desde su altura
sacudiendo tu pelo de coirones
puliéndote en las piedras innombrables
cultivando en el viento tus fogones
y buscando en el sur los corazones
de quienes aprendieron tu hermosura.
El Chaltén es testigo y es divisa
un estandarte azul a la distancia;
flamígero gigante que descansa
en pedestal de hielo que atesora,
y que enciende su espada en lontananza
cuando lo hiere el rayo de la aurora.

Nombrarte Santa Cruz es repetirse
con eco fantasmal de ventisquero
un tropel de recuerdos sin memoria
sabiendo y presintiendo que tu historia
no es solo la que algunos escribieron;
que abreva en las aguadas de la gloria
del estoicismo terco y la aventura
con signos de epopeya y de locura
de oscuros paladines que se fueron.
Recordar las mujeres que vinieron
navegando en el viento y la meseta
con sólo un corazón y una carreta
para fundar hogar, pueblo futuro,
al lado del pionero fuerte y duro
con vocación de andar, pelear la suerte
o terminar perdido en el oscuro
cañadón insondable de la muerte.

Es tu vientre preñado de silencio
un rumor sin rumor que nos espera...
Tal vez fue una lejana primavera
de estirpe tropical y esplendorosa
que te dio la lujuría de la rosa
del helecho gigante que hoy dormita
convertido en la piedra que palpita
en el bosque dormido y sepultado
como testigo mudo de un pasado
que a la humildad serena nos invita.
Y es tu vientre preñado de esperanza
un llamado abismal de tiempo y fruto
un clamor natural que va hacia el hombre
mordiendo en el carbón el viejo luto
que obliga, Santa Cruz, a que te nombre.

Antiguo territorio de gigantes
vestido con el viento y con la escarcha...
Gigantes que han dejado tras su marcha
el rumbo vertical de la fractura
entre un ayer y un hoy que nos hermana
desde la sal abierta en mil lagunas
desde el rugido bravo de los pumas
en una sola estirpe americana.

Al precio elemental de morir siempre
pasaron los tehuelches por tu historia,
gigantes de una raza sin memoria
que se apagó en silencio, como un rito,
sin batalla final, tal vez sin gloria
pero también sin llanto y sin un grito.

Vi tu tierra y tu mar; y vi tus luces
tu inmensa soledad que espanta y llama
tu luna elemental que se derrama
sobre el campo y la noche silenciosa
prendiendo en cada mata una fastuosa
hoguera de ancestrales llamaradas.
El estigma del tiempo te hizo triste
abrupta y colosal; gris y callada,
azul en la meseta escalonada
como buscando el mar, el sol naciente
o tal vez el origen de la fuente
que te dio tu contorno en la alborada.
Y aquí estás, Santa Cruz, sola, encallada
en el vértice austral del continente,
navío gigantesco, indiferente,
al tiempo y su marea descarnada.

En el viejo torrente de la vida
los siglos cabalgaron tu distancia...
Y el punto acogedor de alguna estancia
volcó sobre tu faz, solo y primero,
el palpitar silente del pionero
como un mojón de vida en lontananza.
Y así fuiste creciendo, lentamente,
incorporando al hombre con su duda
y eres Santa Cruz, la que fulgura
con todo su esplendor y su estatura
en el confín austral del continente.


Héctor Rodolfo Peña - Fuegos del Sur (1977)

Escrita entre 1974 y 1975


Comentarios

Lo más visto